En el carcomido marco de la ventana, se recorta el perfíl de mi figura, como la parte más importante de un gran proyecto. Igualmente se despliega una bucólica vista del jardín que oxigena a diario nuestra rutinaria existencia. Por supuesto la mía y la de quien conmigo va.
Era uno de esos tantos días en que mis manos ocultaban atenazantes el rostro, cuando a penas se daban cuenta de que mi inocencia se había desplomado irremisiblemente.
Desde entonces la compañía de los espejos se multiplicó por doquier, todo el caserón era un puro reflejo, las imágenes que me devolvían me hacían sentir diferente, me fascinaban y provocaban en mi subconsciente sensaciones indescriptibles y momentos inenarrables.
A lo lejos, se divisan las lomas y el emparrado, lugares a los que con frecuencia antaño recurría para compartir las desventuras que agonizaban con el tierno canto de los pájaros y las caricias de la frondosa vegetación.
Con el paso del tiempo, me sentí admirado y espiado en soledad lo que, me llevó a interpretar un papel muy poco acorde con mi vida y muy proclive a la ojeada indiscreta de mis espectadores. Mis encantos personales sucumbieron para dar paso y rienda suelta a la ficción que se apoyaba en mis innegables posibilidades interpretativas. Con tesón y denodado empeño, a menudo logré satisfacer a todos a costa de odiarme y reprocharme cada día un poco más.
En pleno verano sentí como con frecuencia se me helaba la conciencia, en tanto mi cuerpo tiritaba de la impotencia de no poder expandir las alas y volar para recuperar lo que fuí y ya jamás volveré a ser.
Ante mis ojos, se deslizaba el atardecer en calma y sobre una paz y sosiego inusitadas, sentí desde la espalda como alguien me abrazaba y entonces sonrreí, con el brillo de la mirada empañado por la lascivia. Al instante me di cuenta que los brazos rozaban mi piel tan solo para dirigirse al pomo de la ventana. En calma, entorné los ojos y disfracé con una decepción la sonrrisa, pudiendo ver como los redodendros estaban cuajados y en flor, todos vestidos de rojo y aderezados de un verde esperanza insultante. Al rato me di la vuelta y la alcoba seguía tan desnuda como mi alma, entonces la amargura me empujó hacia el viejo gramófono, desplegué la manilla y suavemente dejé caer la aguja sobre el lustrado vinilo. El corazón de Amalia me advirtió una vez más que, los que vivimos cobijados por un techo de vidrio, debemos olvidarnos de andar a pedradas.
Cerré primeramente la ventana, después la contraventana y luego descorrí las cortinas, me tumbé a su lado sobre la cama y alcé un brazo extendiendo la mano para intentar coger algo que huía. Entre ambos emprendimos el viaje al país de nunca jamás, hasta que el despertador interrumpió el dulce sueño y me advirtió que era hora de enfundar la máscara para enfrentarme al hostíl mundo que me espera, nadamás poner los pies fuera de mis dominios.