Siempre hay algo que recordar
aunque tan solo sean horas sin tiempo de días eternos. Un miedo atroz y
recurrente que vuelve una y mil veces para hacerme prisionero y esclavo de sus
garras y que consigue transportarme a pasos agigantados y arrojarme
irreverentemente a los pies de la parca.
Macabra idea que toma forma y ocupa
mi mente produciendo angustia y dolor por igual. Merecido castigo a una
trayectoria vital disipada que solo genera amarga soledad y destierro afectivo
en quien la practica. Esta trayectoria es fruto de mi realidad inducida,
habitando una infancia de crueldad y aislamiento social, fui avocado y tomé, de
todos, el camino más fácil, el único que me mostraron, el único que hoy guía mi
vida. No he aprendido a transitar otros caminos, la banal existencia se me
mostró esquiva, desde el punto y hora en que en tus ojos mi rumbo perdí.
Al morir la tarde y aventurarse la
noche, busco entre sus susurros una nube de esperanza, una esquina por la que
divise la postrera claridad del sol y me permita vislumbrar una sonrisa a media
asta, exenta de dolor.
En mi búsqueda constante, solo
encuentro sonrisas apagadas entre frías paredes, palabras olvidadas entre
amaneceres sin brillo, caricias perdidas entre los escollos de la vida.
Cuando sucumbo en los
reconfortantes brazos de Morfeo, la última imagen que ocupa mi mente es la de
un cúmulo infinito de besos ahogados en sábanas de pena. Cuando el alba me
despierta de mi letargo, busco desesperadamente un lugar donde el sol vuelva a
brillar dentro de mi soledad, el calor que me abrace a la vida y me rescate de
la frialdad que me habita.