Al
llegar trémulo y desvalido a este mundo, fui acogido con suma delicadeza y
extremo cariño. Paulatinamente con el paso del tiempo, los míos se esforzaron
por hacerme amar todo aquello que encierra la vida y condiciona en cierta
manera a un ser humano.
Aprendí
en mi tierna infancia a levantarme cada mañana y abrir la ventana para
agradecer un nuevo día, al tiempo que, podía escuchar de fondo el trinar de los
pajarillos o el bramido de la tempestad. Matices distintos pero siempre
subyugantes, fuera cual fuera la estación del año. La brisa de la mañana me
acariciaba el rostro mientras mi mente agradecía la consecución de un nuevo día
y mi vista se perdía en el horizonte, dejándome absorto con tanta perfección y
hermosura.
El
color de la vida me fue calando hondo desde temprana edad, me embriagó y me
cautivó por igual con lo lícito y lo prohibido. Con el tiempo, fui decidiendo
con quien me iba codeando. La libertad de poder tomar mis propias decisiones me
fue proporcionando alas para poder volar en la dirección marcada, no siempre fue
la más correcta. Me permitieron caer pero siempre me ayudaron a levantarme.
En
mi frágil adolescencia, mis labios fueron quienes de acariciar los tuyos y mi
lengua aún conserva hoy el sabor de los restos de tu carmín, era la manera que
teníamos por entonces de querernos antes de aprender luego a amarnos.
Con
el tacto de mis manos, recorrí la geografía de tu piel y las yemas candentes de
mis dedos secaron el torrente que manaba de tus ojos, cuando la desesperanza y
el hastío te asaltaban.
Que
alguien se digne en regalarte la vida y luego te eduque para ser libre es lo
más grande de este mundo, el regalo más preciado y el don que tan solo el amor altruista
de unos padres puede conseguir. Es por ello y sobre todo por ellos que siempre
me aferraré a ésta, aún a sabiendas de que es una pasión inútil y de igual forma, nunca renunciaré a aquella.