“La muerte no nos roba a los seres amados,
al contrario, nos los guarda y los inmortaliza
en el recuerdo”.
Hoy
pude estar cerca de ti nuevamente, los recuerdos de tu partida volvieron a
golpear mi mente. Al cerrar mis ojos, retornó tu imagen nítida y cristalina,
mitigando la desolación que me asaltaba. Espero que esa imagen, cual tinta
indeleble, no se disipe jamás e incluso me asista y reconforte en la fatídica
hora de mi despedida.
Con
la mirada perdida y los ojos arrasados en lágrimas, pienso en lo cruel y
vengativa que se portó la vida contigo. Me pregunto ¿por qué? Y no obtengo
respuesta.
Intuyo
que desde esta impuesta lejanía, sabes todo aquello que perdí y gané a lo largo
del camino. A veces, habrás tenido que conmoverte con mis actos y decisiones y
otras, alegrarte por los logros obtenidos.
Después
de tantos años, me siento en el quicio de la puerta y te sigo extrañando porque
a la hora convenida, no llegas. Me enseñaste muchas cosas de la vida pero se te
olvidó advertirme lo que supondría prescindir de ti.
No
es la distancia la que nos separa sino, una eternidad insalvable que hace
imposible avanzar en este camino. Algún día, más tarde o temprano, regresaré a
tu nuevo hogar.
Las
flores sobre tu tumba se marchitan y perecen pero mi amor y admiración por ti,
crece y florece cada día para renovarse por siempre.
¡Padre
mío!, tu eres el más bello de todos mis recuerdos. Gracias por existir y dejar tu huella en mi.