…”Quiero acallar mi mente atormentada
para que repose mi conciencia convulsa”…
Solo
alguien con más de media vida vivida, puede seguir creyendo en el polvo de las
mariposas. Si no es por convicción, que al menos sea por necesidad. A ciertas
edades, uno necesita afanosamente creer en algo aunque ese algo, a menudo sea
muy poco creíble.
En
el aire, tras su estela, habían huido todos los pensamientos positivos y desde
entonces, se había sentido tremendamente sola, abandonada y vacía. En su pecho
anidaba un alma profundamente lacerada.
La
idea del suicidio cobraba forma, meciendo y abrazando entre sus garras la
nostalgia. Lo hiciera o no, un día alguien determinaría que había llegado el
fin.
Este
fue el último pensamiento que transitó raudo y veloz por su mente antes de
lanzarse a las procelosas aguas de aquel mar embravecido que estrellaba su vómito espumoso contra las
rocas. El impacto brutal consiguió que perdiera la consciencia, ya no había
marcha atrás.
Afortunadamente,
como muchas otras veces, el colchón había amortiguado el golpe y al despertar del
soporífero letargo, emergía y remontaba el vuelo. Amanecía en un horizonte
partido en dos, más la idea permanecía indeleble, no así sus tan temibles consecuencias.
Todo había podido ser y no fue.
Lo
peor sobreviene cuando en la vida se hacen recurrentes las mismas pesadillas y
con mayor frecuencia, nos sentimos predispuestos a soñar despiertos. Las
ofuscaciones se apoderan de nuestra débil y frágil voluntad.
¿Qué
ocurrirá cuando te atrape un sueño y no logres despertarte a tiempo?. Entonces
del orbe, con la suavidad de una caricia profanada, se desplomaran mil tules
negros para camuflar la sombra herida de tamaña indefensión.