“No importa la brevedad de los
instantes si no, su intensidad".
El
día comenzó como muchos otros, con la eterna nostalgia de las mañanas gélidas,
hiriéndome la piel. Yo amanecí confundido, cual sombra perdida, bajo el caos de
mi universo.
La
tarde avanzó con sigilo, sorprendiéndome con el alma encogida. En ese preciso instante,
regresabas nuevamente a mi vida. Todo cambió de repente en mi casa vacía y el
sentir la caricia de tu piel sobre la mía, me hizo gemir en mi cama y admitir,
antes de amarte que te quería.
Me
abordaste por sorpresa, cual vendaval que arrecia contra mi maltrecho cuerpo.
En esta fría alcoba, teñida con matices de soledad e invierno, tu lánguida
mirada, acariciaba mis sentidos.
Detenida
en el quicio de la puerta, vi avanzar la bondad reflejada en el iris cristalino
de tus iridiscentes pupilas, sentí palpitar tu piel trémula cerca de mi cuerpo
y no fui quien de resistirme al encuentro húmedo de tus labios. En la comisura
de los mismos, degusté el sabor salado de tus lágrimas. Eran lágrimas
cinceladas en el corazón que fluían cálidas, horadando tus nacaradas mejillas.
Entonces, con un beso inmaculado y exento de lascivia, sellé tus labios. Tras
éste, vinieron otros y mi lengua se entrelazó, acariciando tu suave paladar,
mis brazos abrazaron tu cuerpo y el mío, se prendó de tu alma. Comulgamos bajo
la misma especie, inundándose nuestros corazones de goce y plenitud, nos
fundimos el uno en el otro y ambos estábamos preparados para sentir en tromba
el cálido torrente del que mana la vida.
Fui
el huésped de la parte más íntima de tu ser. En tanto te rendías a lo
inevitable, yo dialogaba con tu mente y le transmitía lo que mi cuerpo
demandaba a gritos. Te escuchaba jadear y me perdía en lo más recóndito de tus
húmedas cavidades, quería inundarte de ternura y placer.
Después
del combate en la trinchera, llegó la tregua para ti y con ella, una tensa
calma para mí. Intuiste que mi cuerpo le gritaba al tuyo colmado, rendido y
saciado y aún así, saltaste de nuevo al campo de batalla. Tu abandono a mi
voluntad, permitió saciar mi ímpetu, embriagándome de una felicidad que jamás
había experimentado. Me sentí el ser más feliz que en ese momento el firmamento
pudiera dar cobijo.
Las
caricias erizaron nuestra piel y fueron el bálsamo para atenuar nuestras heridas y temores. El
reposo, hizo recobrar la calma pero no mermar ni un ápice la pasión. En la
quietud expectante de nuestra alcoba, los silencios gritaban que nos queríamos
y amábamos a pesar de que, lo nuestro fuera a todas luces, un especial e
imposible amor.
Antes
de irte, me estrechaste violentamente contra tu cuerpo y cuanto más sentía que
de mi te alejabas, más cerca te tenía. Nuestra piel, había sido tatuada con el
elixir redentor de la vida.
Desde
entonces, duermo abrazado a tu ausencia y aún estando lejos, siento que caminas
a mi lado, con los ojos cerrados a la luz y la mente completamente abierta a
los sueños. Cada nuevo amanecer, brilla el sol en mi ventana y escucho cada
matiz que se camufla en el trinar de los jilgueros. La suave brisa del
amanecer, acaricia mi rostro y me embriaga con tu fresco olor a espliego en
flor.
¡Amor
mío!, ¿Cuánto tiempo me vas a regalar, antes de que me hagas despertar?. La
respuesta flotaba y se mecía en el aire.
No
se mide el alcance de los hechos y es entonces cuando sobrevienen las tan
temidas consecuencias. Luego, con la perspectiva que me otorga la experiencia,
toda la partitura me sonó a algo ya muy conocido y vivido. Heridas que laceran
el cuerpo y jamás cicatrizan en el alma.