“Para ti que así lo has
querido
y porque a tu lado, así lo
viví”
Con
paso firme y decidido me adentré una vez más en una danza lúbrica de mil
colores, formas y texturas. El torbellino de la noche con su fatal encanto lo
envolvía todo, mientras en mi cerebro se deslizaban las neuronas mecidas en un
magma de esperma, infinitamente cálido.
A
lo lejos, divisé agazapada la silueta definida de la lujuria que lo inundaba
todo de deseo. Adiviné en el humo gris de su etérea mirada, el galope desbocado
de sus cálidos senos al entrechocar con mi torso.
Sin
ella a penas darse cuenta, ya había sucumbido a las garras de mi instinto más
perverso y depredador. Ambos de la mano, nos despeñamos al fondo de un abismo
de pasión.
No
me había visto y sin embargo yo, sabía que no tenía más remedio que sucumbir
bajo el peso de mis caderas. Estaba eternamente atrapada en el poder subyugante
de mi mente.
La
seguí de lejos, a distancia prudencial, sin importarme lo más mínimo su pasado y
presente, porque al final, sería yo quien de un zarpazo, hiciera añicos el
espejo de su lozanía. Poseía ese semblante que me atrae irremediablemente, ¡tenía
cara de cielo y ojos de perdida!. Llevaba tatuado el vicio y la lascivia sobre
su tornasolada palidez, no era simplemente un ser humano al uso, sino más bien,
un objeto de deseo, una autómata programada para el placer sin mesura. Placer
propio y ajeno que invita a pecar dulcemente.
Cuando
le demandé un cigarrillo, su imagen ya se difuminaba lentamente en el iris
cristalino de mis ojos. Era inevitable para ambos, tenía que suceder y sucedió.
Hay veces en que el azar, limita el poder de elección.
Mientras
su mano forzaba la solapa de la cajetilla, la mía se deslizó por la obscena curvatura
de sus nalgas y mis labios sellaron violentamente los suyos. Sobraron las
palabras y nos abordó la extrema urgencia.
Mi
virilidad turgente, pugnaba por partirle en dos, el elixir cálido de la vida lo
hacía por agredir su piel, por marcar a fuego lento nuestro encuentro furtivo.
Hervía y se desbordaba la noche a nuestro paso, mientras se derretía en
nuestros labios el hielo del último gintonic.
Consiguió
que mi cuerpo crepitara a la par que mi mente, cuando inhiesto rocé las trémulas
puertas de su séptimo cielo. El calor de la vida se adueñó de mi masculinidad y
la sentí perfectamente acomodada y rendida en el vaivén armónico de mi pelvis.
Desde
aquel día, hubo uno, otro y muchos más. Ella encontró entre mis brazos, un par
de alas que todavía le permiten fantasear y yo un balcón ciego en su mirada que
me invita a cabalgar la noche, buscando el sendero que me posibilite alcanzar
lo inalcanzable.