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viernes, noviembre 10, 2006

LA HUELLA DEL TERCERO SOLEDAD

Le busqué denodadamente y con pasión en la soledad lúgubre de la noche, mientras las hojas marchitas se desplomaban a mi paso, acariciando la piel herida de mis zapatos. La brisa me rozaba por instantes y con ella el frío se instaló en mi interior, haciéndome tiritar, nunca sabré si debido al evidente choque térmico o a la frustrante sensación de inseguridad que acompañaba mis pasos.
Me adentré en la complicidad mortecina de la opaca oscuridad, mi eterna y anhelada compañía, buscando en la proximidad más apremiante el brillo húmedo de tus ojos empañados por el deseo pero una vez más no te hallé, ¡no estabas en mi mundo!, ¡no estabas para mí!.
Deambulé sin rumbo por el entorno, con el cuerpo calado y empapado, mientras un cigarrillo se consumía lentamente en la comisura de los labios, otorgándome un aire bucólico y fatal que al fin logró atraer la atención de alguien que apuraba las últimas horas de aquel fin de semana, unas horas especialmente diseñadas para el desenfreno y la lojuria que hasta entonces me habían mantenido al margen.
Le miré, puedo jurar que más unas partes que otras y me prometí a mi mismo que sería capáz de sonrreir, camuflando mi cara de tedio y repugnancia. Lo conseguí en primera instancia pero la decepción se instaló nada más darme de cuenta que no fui quien de retener más que el perfume que acariciaba su piel y con su apurado paso se evaporaba en el aire.
Desapareció de mi vista no así de mi olfato, dejándome contrariado y maltrecho, con el orgullo por los suelos y un sabor amargo que me produjo una serie intermitente de arcadas que ascendían del estómago precipitándose a la garganta.
Como casi siempre, la noche nos ofrece una alternativa para calmar y colmar nuestros deseos y esta vez no iba a ser menos. Nos utilizamos mutuamente y la urgencia consiguió que nos trampeáramos a nosotros mismos y a nuestros propios sentimientos. Cuando nos despedimos, me susurró al oido algo manido y bello, pero inútil, que no me pude creer y en tanto se alejaba de mi vista, no pude por menos de pensar, ¡que mierda de experiencia!, ¡que bella pero que falsa!.
La luna llena desveló mi letargo, en tanto se ocultaba sigilosa tras la vegetación otoñal, mientras en el horizonte, despuntaba muy tímidamente el sol que anunciaba el comienzo de una nueva semana con su nuevo día, ¿tal vez, un nuevo día más de mierda?.
Cuando llegué a casa, la puerta estaba entreabierta y en la habitación se había instalado definitivamente el olor que me asaltara hacía tan solo unas horas. Me esperaba en en el borde de la cama y mientras me acercaba, ya se había dispuesto a servirme un café, comprendí una vez más que le había sido infiel por no interpretar a tiempo la dirección marcada de sus pasos. Para no provocar una humillación más, me di la vuelta sin mediar palabra y me fui en compañía de mi orgullo, escuchando el repentino rodar de la taza en el suelo y el aullido de la perra quemada. Cuando regresé, bien entrada la mañana, la puerta estaba cerrada y las copias de las llaves camufladas bajo el felpudo, me armé de valor y me dirigí a la cama, a los pies de ésta, los ojos inquisitoriales del animal me miraron de soslayo. No soporté el desplante y hice con ella lo que alguna vez habían hecho conmigo, un certero puntapié y muy buenos días. Desde entonces ya no se detiene cada noche el ascensor en este tercero soledad, ni tan siquiera en los sueños de esas efímeras horas en las que la embriaguéz psíquica se apodera de la realidad metódica.