El sórdido invierno, cedió paso a la primavera y ésta afablemente se fué instalando en el entorno, dejando tras de sí meses de letargo, frialdad y cansina quietud.
Una explosión de verde intenso y vida, inunda el valle, desde las laderas hasta las cumbres, y todo el demás espacio circundante que logro divisar con mi mirada, acaricia el resto de mis sentidos.
Las florecillas silvestres despuntan por en medio de tiernos brotes y hierbajos que crecen ante la atenta presencia del ser humano que es capáz de reparar en semejante minucia.
A unos metros, diviso el tímido inicio de un sendero que serpentea la fertíl ladera del agreste y rudo paisaje, jugando a encontrarse y perderse con un murmullo que fluye con desparpajo por en medio de las hojas secas que se van acumulando en las márgenes.
La suave brisa me acaricia el alma y ensancha mis pulmones en tanto mece mis escasos cabellos, logrando hacerme partícipe del canto de la vida y del trino de los jilgueros que se columpian en las ramas rebosantes de sabia y explendor.
Como tantas otras veces, sigo los senderos que el destino cruza en mi camino y me adentro en un torbellino multicolor que me hace meditar cuan bella es la vida y que noble es el reiterado intento de disfrutarla.
Cada vez más el sendero me aproxima aquella mansión olvidada por los sentimientos y la mano del ser humano. Llego al fin al punto de partida, empujo la puerta entreabierta y derruída en tanto franqueo el musgoso umbral. Las cortinas se mecen armónicamente, acunadas por la brisa que se cuela por el hueco de unos cristales rotos. Al rededor, todo el entorno se torna a primera vista, hostíl, gélido y húmedo. Decido abrir las ventanas para arrojar al exterior los restos del invierno y con éstos, por que no, las inmundicias y miserias que pueblan el caos de mi universo.
A lo lejos suena una melodía que lo invade todo y que consigue nuevamente iluminar mi rostro y llenarme de fuerza. Es una vez más la renovada melodía de la vida que nos invita a aventurarnos de su mano y saltar sin red al vacío, obviando los prejuicios que pudiéramos haber acumulado en el pasado.
Una explosión de verde intenso y vida, inunda el valle, desde las laderas hasta las cumbres, y todo el demás espacio circundante que logro divisar con mi mirada, acaricia el resto de mis sentidos.
Las florecillas silvestres despuntan por en medio de tiernos brotes y hierbajos que crecen ante la atenta presencia del ser humano que es capáz de reparar en semejante minucia.
A unos metros, diviso el tímido inicio de un sendero que serpentea la fertíl ladera del agreste y rudo paisaje, jugando a encontrarse y perderse con un murmullo que fluye con desparpajo por en medio de las hojas secas que se van acumulando en las márgenes.
La suave brisa me acaricia el alma y ensancha mis pulmones en tanto mece mis escasos cabellos, logrando hacerme partícipe del canto de la vida y del trino de los jilgueros que se columpian en las ramas rebosantes de sabia y explendor.
Como tantas otras veces, sigo los senderos que el destino cruza en mi camino y me adentro en un torbellino multicolor que me hace meditar cuan bella es la vida y que noble es el reiterado intento de disfrutarla.
Cada vez más el sendero me aproxima aquella mansión olvidada por los sentimientos y la mano del ser humano. Llego al fin al punto de partida, empujo la puerta entreabierta y derruída en tanto franqueo el musgoso umbral. Las cortinas se mecen armónicamente, acunadas por la brisa que se cuela por el hueco de unos cristales rotos. Al rededor, todo el entorno se torna a primera vista, hostíl, gélido y húmedo. Decido abrir las ventanas para arrojar al exterior los restos del invierno y con éstos, por que no, las inmundicias y miserias que pueblan el caos de mi universo.
A lo lejos suena una melodía que lo invade todo y que consigue nuevamente iluminar mi rostro y llenarme de fuerza. Es una vez más la renovada melodía de la vida que nos invita a aventurarnos de su mano y saltar sin red al vacío, obviando los prejuicios que pudiéramos haber acumulado en el pasado.